La sentencia del Juzgado nº 1 de Getafe por la que se absuelve a los 6 acusados de los delitos de coacciones por participar en piquetes no es todavía pública al redactar esta nota, pero de los resúmenes de prensa es importante destacar que el magistrado declara probado que ha existido un acto delictivo encuadrable en el art. 315.3 CP, pero que no ha resultado probada la participación de los sindicalistas acusados, por lo que procede la absolución. Es por tanto un resultado favorable en el que sin duda ha pesado la movilización popular y la espléndida defensa jurídica que han sostenido a los 8 de Airbus, pero que no impide la consideración penal de los actos de tensión y de conflicto que se producen en el contexto de una huelga ante el piquete de los huelguistas. No hay por tanto indicios para pensar que con esta sentencia se inicia un camino hacia la despenalización del derecho de huelga.
En esta entrada del post se aprovecha esta constatación para traer a colación un artículo de Juan Terradillos, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Cádiz, que ha publicado hace tres días en Nueva Tribuna Terradillos en Nueva Tribuna. De su lectura se deben resaltar dos aspectos. De un lado, la descripción del proceso de criminalización que el resultado final - la absolución - no impide, aunque sus consecuencias más gravosas queden descartadas. De otro, la necesidad de repensar la regulación penal del derecho de huelga en un sentido amplio y general, más allá de la exigencia justa de derogación del precepto, ante la previsible utilización en clave antisindical de otros más genéricos.
Una vez conseguida por tanto la decisión absolutoria, conviene ahora abrir el debate de forma más serena sobre la cuestión. El texto de Terradillos es muy productivo en este sentido.
Artículo 315.3 del Código Penal y ofertas low cost
Juan M. Terradillos Basoco
Catedrático de Derecho Penal
El proceso penal contra los 8 de Airbus ha alcanzado una trascendencia mediática que resitúa el debate sobre el significado del derecho a la huelga.
Si, como ha escrito A. Baylos, “la huelga no es un delito… es un fenómeno de libertad”, resulta evidente la importancia de ese debate, que trasciende los límites de un proceso penal aislado -aunque enormemente didáctico- y nos coloca en el epicentro de lo que se viene denominando segunda transición. En la primera, lo acuciante era la derogación del franquista art. 222 del Código Penal -que, coherente con las coordenadas ideológicas y políticas el momento, contemplaba la huelga como un hecho sedicioso-, y la implantación de una nueva legalidad, impulsada por la Ley de reforma del Código Penal de 19 de julio de 1976 y por la Ley Orgánica 8/1983, y concretada finalmente en el art. 315 del Código de 1995. Hoy, pasados 20 años, parece procedente reexaminar esa herencia, y no tanto porque hayan pasado mucho tiempo, sino, y fundamentalmente, porque han pasado muchas cosas.
Por ejemplo, la implementación de políticas de austeridad y empobrecimiento de la clase obrera determinantes de las huelgas generales de 2010 y 2012. También, el formidable despliegue, ordenado, sistemático, implacable, de reformas legales dirigidas a yugular el disenso político, la protesta ciudadana o la lucha obrera. Conviene no contemplar estos frentes como independientes: el piquete de extensión de la huelga, por ejemplo, supone ejercicio del derecho a la huelga, pero también de los derechos de reunión, manifestación, expresión, participación en los asuntos públicos, etc. Cuando mayorías parlamentarias absolutas imponen en solitario -aunque no siempre han actuado solas- recortes sobre determinadas libertades, están limitando las posibilidades de ejercicio de todas. Cuando se criminaliza a quien ejerce sus derechos fundamentales y libertades públicas -ya sea titiritero, sindicalista, periodista o militar- se criminaliza a todos.
Por eso la protesta, internacionalmente extendida, frente al proceso contra los 8 de Airbus, tiene una significación profunda. Invita por supuesto a disentir de cómo se ha gestionado institucionalmente el conflicto en términos represivos. Pero invita también a situar el debate sobre el art. 315.3 del Código Penal en el debate más amplio sobre le reforma laboral -que está en el origen de los hechos acaecidos en Getafe hace cinco años y enjuiciados ahora- o sobre la política explícitamente antisindical que destilan la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, que hace administrativa y civilmente responsable al sindicato convocante de cualquier exceso cometido en el ámbito de la actividad convocada; o sobre las reformas penales que, subrepticiamente, han determinado que, en nuestro sistema, los sindicatos, en cuanto persona jurídica, puedan ser penalmente responsables como lo puede ser una sociedad mercantil de fachada creada para facilitar el blanqueo de activos o la trata de personas, o que los trabajadores obligados a aceptar formas de trabajo sumergido sean castigados con (mucha) mayor dureza que los empresarios que fomentan esa situación y se lucran con ella. Por no hablar de la “corruptela sistemática” (permítaseme la licencia, sé que si es sistemática no puede ser corruptela) en cuya virtud las denuncias, los atestados policiales, las acusaciones fiscales y las sentencias condenatorias por ataques a la libertad sindical o al derecho de huelga, se mueven en el ámbito de los piquetes, confiando (con cuentagotas) al orden administrativa sancionador los ataques que puedan provenir de otros agentes, por ejemplo los empresarios, que siempre pueden amenazar, incluso tácitamente, con el despido.
Frente a esta situación, en la última campaña electoral (que incluye los devaneos en torno a pactos postelectorales) se registra la reiterada oferta de derogación del art. 315.3 del Código Penal, que castiga las coacciones del piquete a otros trabajadores para inducirles a participar en la huelga. Conviene no confundir el ruido con las nueces.
Esta campaña, impulsada por los sindicatos obreros, se sustenta en una razón obvia: el art. 315.3 ha sido en los últimos años el instrumento utilizado por el sistema penal para reprimir el ejercicio del derecho de huelga. Más para disuadir que para condenar efectivamente, porque, de hecho, son numerosos los procesos concluidos con sentencias absolutorias en razón de que no se probó la intervención de los acusados en las coacciones que integran el delito. No siempre hay condena, pero siempre hay disuasión. Sobre todo si se solicitan penas de prisión de tres años y medio -como ocurrió en el caso de los 8 de Airbus, que, por esto siguen siendo 8 y no 6- y se mantiene esa acusación durante varios años como espada de Damócles sobre los acusados y sobre quiénes pudieran caer en el error de querer ejercer, como ellos, sus derechos constitucionales.
Pero, por sí sola, la derogación del art. 315.3 solo tendría una consecuencia material relevante: abrir la puerta a la aplicación de los artículos 172 -que castiga las coacciones dirigidas a evitar el ejercicio de derechos fundamentales- o 315 .2 -que castiga las coacciones no realizadas por piquetes dirigidas a evitar el ejercicio del derecho de huelga. Por cierto, ambos preceptos prevén penas no menores que el art. 315.3.
La afirmación del derecho de huelga frente al Derecho punitivo debe, pues, ser más afinada. Porque el estudio de las sentencias, condenatorias o absolutorias, de los piquetes, refleja una práctica constante: el protagonismo sindical de algunos trabajadores, ya sea como dirigentes sindicales, ya como integrantes significados de los piquetes de extensión de la huelga, ya como eventuales responsables de otros delitos como pueden ser los de atentado, se viene tomando como indicio suficiente de criminalidad en la que fundamentar la aplicación del art. 315.3. Olvidando que el delito castigado por éste consiste en la realización de coacciones, por miembros identificados del piquete sobre trabajadores identificados que prefieren no participar en la huelga.
El caso de los 8 de Airbus es todo un ejemplo: el escrito de acusación y petición de apertura de juicio oral que el Ministerio Fiscal presenta el 10 de diciembre de 2013, cuando han pasado más de tres años desde los hechos, ni siquiera se molesta en individualizar qué acusados coaccionaron a qué compañeros de trabajo. Ni siquiera se detiene en describir las coacciones a otros trabajadores: tan solo se detectan coacciones violentas sobre uno de ellos, al que, según el mismo escrito de acusación, insultaron y agredieron mediante “puñetazos…, patadas, golpes en la cabeza u en la espalda… hasta que pudo ser rescatado por agentes del Cuerpo Nacional de Policía…”. Los ocho inculpados, o los 14 inicialmente, o los 6 finalmente acusados en la vista oral. Todos agreden, no importa quién patea, quién golpea, quien insulta… Todos. Hasta que interviene la policía que tampoco identifica los actos presuntamente coactivos de cada uno. Se producen, así, resultados lesivos en el trabajador-víctima “ninguno de ellos impeditivo para sus funciones habituales” -en valoración del propio Ministerio Fiscal-, resultados que sirven al Juzgado para, el 7 de enero de 2014, apreciar “indicios de criminalidad contra una persona” y acceder a la prosecución del juicio.
Y-¡sorpresa!- al inicio de la vista oral, el 12 de febrero, la Fiscalía retira los cargos contra dos de los acusados. No hay pruebas. Pero si las hubo para mantener su acusación desde 2010. El efecto disuasorio ya se ha producido, aunque no haya condena, porque esa posibilidad tuvo que ser conocida -y temida- por los trabajadores que, por ejemplo, decidieron participar, o no, en la huelga general de 2012.
En el entramado normativo -pero también de opinión pública- desplegado en los últimos años contra los derechos sindicales, el art. 315 ocupa un papel subalterno, aunque muy simbólico, por cuanto aparece como el último eslabón de una cadena más compleja. Por eso es necesario mirar más hacia la cadena que a los eslabones que la integran.
SI las coacciones genéricas y las dirigidas contra el derecho de huelga -al margen de los piquetes- están castigadas con penas equivalentes a las del 315.3, hay que analizar las razones en cuya virtud el Código Penal ha decidido mantener la vigencia de éste. Y no parece complejo identificarlas: el art. 315.3 es ley especial y preferente sobre los otros delitos que castigan coacciones. Ley especial porque incorpora un elemento no presente en los otros preceptos: la actuación colectiva o de acuerdo con otros, por un lado, y la finalidad de extender la huelga, por el otro. Cuando no concurren estos elementos, se aplicarán los artículos 172 o 315.2. Peor sí concurren, la ley, al dedicarles un precepto propio, pone de manifiesto que los toma en cuenta, precisamente porque el espacio de la huelga encierra elementos conflictuales que le hacen acreedor de una respuesta específica: la tensión entre quienes defienden y quienes no ejercen en el caso concreto la huelga, no es baladí. La muralla humana que obstaculiza el paso de los trabajadores no huelguistas al tajo es tan coactiva como la incorporación de estos a sus puestos: están decidiendo la ineficacia de la huelga pretendida por los huelguistas.
Esa tensión específica justifica el tratamiento autónomo del piquete coactivo en el Código Penal. La coacción se vincula al ejercicio colectivo de un derecho fundamental y se manifiesta en un marco de alta conflictividad. Por tanto, los niveles de coacción penalmente relevantes no pueden ser medidos con el mismo rasero que utilizamos al analizar el comportamiento del casero que corta el acceso a la energía eléctrica del inquilino molesto.
La derogación del art. 315.3 actual debería concretarse en una reforma que aminorase el ámbito típico -que quedaría constreñido a las formas de coacción por violencia grave- y que aminorase igualmente la pena respecto a las otras coacciones, porque el desvalor del comportamiento coactivo en este caso queda relativizado ante la finalidad -positivamente valorada por el Derecho- de ejercicio de un derecho fundamental por parte de los integrantes del piquete.
A este objetivo debe dirigirse las futuras reformas. Que, adviértase, no pueden quedarse en el 315.3, ni siquiera en el Código Penal. Promesas electorales de derogar un precepto para evitar que algo cambie, sin apuntar a objetivos más trascendentes -reforma laboral, ley mordaza, negociación colectiva, función institucional de la acción sindical, etc.- son promesas low cost.